jueves, 13 de octubre de 2011

La gran caracola


por Marta C.


Mi tía abuela acostumbraba a guardar dentro de la gran caracola su pastillero, una caja de cerillas para encender la lumbre y un viejo sacapuntas.
La gran caracola había sido traída por un primo segundo que emigró a Chile muchísimos años atrás y ocupaba, brillante y ufana, un lugar principal en el cuartito de estar.
Yo le tenía un gran respeto, ella era grande y pesada, yo pequeña e inquieta. Si cogía la gran caracola tenía que ser con sumo cuidado y atención; mi tía abuela sacaba sus pertenencias y me ayudaba a sostenerla pegada a mi oreja mientras me miraba con atención, como esperando un veredicto.
Yo pensaba que lo que se oía podía ser debido al choque de las ondas del sonido en las paredes o, como mucho, el eco sordo al fluir la sangre en mi cerebro. Pero, al cabo de mucho tiempo, me desengañé de absurdas creencias infantiles, lo que realmente oía en el interior de la gran caracola, aquellos días de frío y nocilla, eran las olas del mar.