sábado, 30 de julio de 2011

Mañana sin falta (del libro RelateAndo)




por Federico



Sobre el sillón de plástico agrietado se amontonaban los medicamentos. Cajas de todos los tamaños y colores. Tabletas, píldoras, comprimidos y cápsulas sueltas proliferaban entre ellas. El sofá era territorio de libros y revistas desordenados. El sol apenas podía penetrar a través del balcón cerrado por cristales opacos de mugre. El resto de la casa estaba igualmente desordenado y sucio, camas sin hacer, cocina abarrotada de cacharros grasientos y en el cuarto de baño los sanitarios habían dejado de ser blancos hacía mucho tiempo.
Arturo fumaba un cigarrillo de picadura sentado en el suelo del dormitorio. Con la espalda apoyada en la pared, frente a la escalera que llevaba al desván y la mirada fija en la fotografía de Adela. Le gustaba recordarla a través de esa imagen, que la mostraba sentada en una mecedora de mimbre, con veintiún años recién cumplidos; dos días después de la boda y en pleno viaje de novios. En esa foto podía apreciar la felicidad que aún reflejaban sus profundos ojos negros. Desde entonces habían transcurrido treinta años y desde que Adela le abandonara, dos.

Arturo empujó la puerta del bar. Eran casi las tres de la tarde y varias mesas habían quedado libres al fondo de la barra, donde la cocina se hacía más presente a través del espeso olor de la freidora, que no distinguía entre carne o pescado. Arturo se sentó y al momento un plato de sopa de cocido humeó delante de su cara.
– ¿Vino? –Preguntó Elías.
–Sí, claro.
El bar de Elías, pese a ser muy viejo se conservaba limpio y salvo el olor de la cocina durante las comidas, era un lugar de agradable encuentro para los vecinos y donde las partidas de mus de las tardes se habían hecho famosas en el barrio. Arturo llevaba dos años sin participar en ellas, aunque permanecía en el bar hasta las ocho, hora en la que los jugadores se levantaban de las mesas y Elías colocaba sobre ellas los tapetes de papel a la espera de servir la cena. Entonces él también se levantaba y salía a la calle, para hacer el recorrido habitual por las otras tabernas de la zona hasta que, cada día más o menos a la misma hora, algún amigo o vecino le ayudaba a subir a su casa completamente borracho. En ocasiones no llegaba hasta la cama y dormía en el suelo del salón o sentado a la mesa de la cocina con la cabeza apoyada en el tablero y los brazos colgando a ambos lados de su cuerpo.

Y al despertarse veía la escalera, que se proyectaba hasta el desván a lo largo de catorce estrechos escalones de madera carcomida, aferrados a una titubeante balaustrada. Abajo, él y su secreto. Arriba, en la oscuridad del desván, entre viejos objetos que traían recuerdos irrecuperables, Adela, desde hacía dos años sentada y quieta en la mecedora de mimbre que tanto le gustara.
Entonces subía como todas las mañanas y ventilaba la estancia. Después peinaba los escasos cabellos de Adela, se subía al taburete y comprobaba la firmeza de la cuerda atada a la viga central, que llevaba dos años esperándole.
Lo haré mañana –pensó mirando el nudo corredizo. Y salió a deambular por las calles, pasar la tarde en el bar de Elías y terminar el día borracho.
–Lo haré mañana después de haberte perdonado.
–Sí, mañana sin falta.

miércoles, 27 de julio de 2011

Persecución (del libro RelateAndo)


por Luis


Estaba muy cansado. El trabajo se complicó, motivo por el cual tuve que prolongar unas horas más de lo habitual mi jornada. Era viernes y me asaltó la idea de perderme el fin de semana fuera de la ciudad.

Dispuse lo necesario, pero según viajaba, haciendo recuento de algo que podría haber olvidado, me di cuenta que no había echado mis pastillas, ya no podría tomarlas hasta el lunes.

Alquilé una cabaña rural, situada en un valle al pie de una enorme montaña. Según me aproximaba y me internaba en el bosque, se acrecentaba en mí el deseo de llegar a la casa que iba a cobijarme esos días. Hayas, robles, tilos…y, otros arbustos como retamas, zarzas, acebos…, conformaban la espesura del trayecto que me llevaba a una casa de madera de enigmático aspecto. Me llamó la atención la variedad ornitológica que me fui encontrando en el camino. Divisé la casa y observé que estaba encendida. Al llegar a la puerta de entrada e introducir las llaves, intenté girarlas pero, la cerradura estaba abierta. Entré con cierta aprensión. Todo parecía en orden. No observé ningún estigma que pudiera infundirme algún miedo. Llamé, no obstante, a la persona que me lo había alquilado. Cuando le dije el estado en que encontré la casa me pidió disculpas por el olvido, aunque él habría jurado haberla apagado y cerrado-pero añadió- si hay algo que no esté en orden, me acerco a repararlo- le dije que no era necesario.

Una vez alojado, me dispuse a salir para inspeccionar los alrededores más próximos, pues quedaba poco tiempo de luz. El crepúsculo avanzaba. Los arbustos se iban fundiendo con las sombras y la dificultad de caminar era cada vez mayor. Opté por volver a la casa. Mañana, con luz podría observar mucho mejor. En el trayecto de vuelta, se oía el grajeo de los cuervos, el ulular de algún búho, el craqueo de una lechuza; todavía no se oía el canto del autillo.

Llegué, gracias a la luna llena que me asistió hasta la cabaña. Abrí la puerta y, en ese instante noté como un leve empujón pero, al encender la luz se difuminó cualquier idea que no se correspondiera con la realidad. No le di mayor importancia.

El habitáculo, estaba muy bien provisto funcionalmente y con gusto en su decoración. Noté frío y me dispuse a encender la estufa. Estaba cargada de leña. Faltaba solo prenderla. Cogí una caja de cerillas y rascando un fósforo sobre su canto, comenzó a arder. Lo aproximé a las primeras astillas y la llama invadió todo el hogar sorprendiéndome su enorme avidez. Cogí un CD del estuche. Lo coloqué en el reproductor y en pocos segundos el habitáculo se inundó de una música ¡grandiosa! “La pasión, según San Mateo” de J. S. Bach.

Me sumí en una emoción indescriptible al oír una de sus arias. En pocos minutos mi mente se transportaba a otro mundo. De repente, la música se calló, la luz se apagó y todo quedó anegado de tinieblas. Abrí una de las persianas para que la luna se acomodara en la estancia y entonces pude apreciar, tenuemente, la habitación.

De momento, no podía oír música, tampoco me acompañaba la luz, pero con un poco de suerte se restablecería. Encendí una vela, para mitigar el trabajo de la luna. Aunque la música había cesado, pude disfrutar de un silencio en estado puro tan solo interrumpido, de vez en cuando, por el canto; ahora si, del autillo y alguna otra ave que entretejían un sortilegio melódico natural.

De repente, las aves cesaron de cantar, la vela se apagó y un tul desvirtuó la faz de la Luna. Pasaron unos minutos y la luz se hizo. Inmediatamente Bach continuo desgranando arias, corales y recitativos. El bajo continuo era el contratiempo a mi imaginación desbordante.

Hice una cena parva. Abrí la puerta y observé el cielo. Estaba cubierto. El viento se levantó agitando con fuerza los árboles. En varios minutos la intensidad se elevó a cotas altísimas.

Entré a la casa. Tenía ganas de dormir. Los cristales de las ventanas y las persianas, vibraban de una forma cada vez más agitada. Abrí el ordenador antes de acostarme y me situé en la zona donde estaba la cabaña. Según decía, hubo en este sitio, hace muchos años, un cementerio que fue arrasado en tiempos de guerra con los franceses.

El sueño me podía. Caí deshecho.

Me despertó un canto de voces a las que progresivamente se le sumaban otras, de distinta tesitura, llenando todo el espectro del silencio. Asustado por las voces disonantes que iban aumentando en número e intensidad. Noté en mi cuerpo un escalofrío y el terror se adueño de mí. Llegó un momento que mi capacidad de aguante se desvanecía exponencialmente, entonces fue cuando decidí recoger mi equipaje y volver a mi casa.

Eran las tres de la mañana. Salí de la cabaña con toda la premura que mi cuerpo era capaz. Los lamentos de las ánimas me seguían. No sabía como liberarme de aquellas letales voces. Prosiguieron sin tregua durante mucho tiempo. Súbitamente, todas las voces desaparecieron.

Apreté el acelerador, pues deseaba alejarme de aquel lugar. Mi ánimo se elevó. Deseaba llegar pronto y olvidarme de lo sucedido. Aparqué y cogí el equipaje ¡por fin estaba en mi casa! Subí en el ascensor y abrí la puerta. Me preparé para acostarme. Una vez tumbado apagué la luz, dispuesto a recobrar la normalidad y, en ese mismo instante, los tormentosos sonidos de las ánimas ocuparon el dormitorio.

domingo, 24 de julio de 2011

Juzgado de Familia (del libro RelateAndo)

por Roberto




—Entonces, ¿cuándo y por qué cree Vd. que se ha producido la crisis en su matrimonio —preguntó el juez -.

— No puedo saberlo con exactitud, señoría, - contestó Raúl -. Pudo ser aquél día que decidí dar respuesta a la pregunta que venía eludiendo sobre la relación que después de quince años manteníamos. Cuando meditaba sobre ello, me pareció escuchar un “clic”- que desconectase la máquina de humo que todo lo envolvía, dejando al descubierto la realidad —.

–Quiere extenderse algo más, por favor—, continuó el juez.

Nervioso, en un tono que evidenciaba tristeza e incomodidad por tener que explicar de nuevo las razones íntimas de un fracaso, Raúl continuó:

—Me refiero a que fue entonces cuando comprendí que desde hacía mucho tiempo resultaban inútiles los intentos para comunicarnos y que debíamos admitir nuestra incapacidad para encontrarnos de nuevo.

—¿Se refiere Vd. a que dejaron de hablarse? - insistió el juez.

–No, es más complicado. Sin dejar de hablarnos, las conversaciones se reducen a monólogos deshilvanados a los que apenas prestamos atención, muy lejos de aquellas que en otro momento nunca deseábamos terminar y eran lágrimas y risas e ilusión y la causa de otras que desgraciadamente debíamos aplazar.

Trataba Raúl de hacerse entender por el juez, quien por las reacciones a lo que escuchaba parecía estar muy lejos de aceptar sus argumentos, insistiendo continuamente en que justificase la falta de comunicación a la que aludía.

Cuando había transcurrido cerca de una hora desde que comenzase la declaración, esta vez sí sonó, en efecto, un “clic”, y la comunicación se cortó repentinamente cuando el juez desconectó el micrófono de Raúl, para advertir:

–Vamos a suspender por media hora su declaración. Después continuaremos.

El juez abandonó la sala pensando en la intervención de Raúl, y ya en su despacho se dispuso, como cada mañana, a encender un cigarrillo y a llamar por teléfono.

-Sí, contestó su mujer.

–Soy yo ¿Cómo estás?

–Bien, ¿y tú?

–Yo bien, - continuó el magistrado - he hecho un alto en la Vista. Necesitaba aclarar las ideas antes de seguir. Estoy algo confundido porque el demandante aduce un argumento muy sutil, pero algo contradictorio. Me va a resultar difícil tomar una decisión ¿Tú crees que es posible que dos personas conversen con facilidad sin comunicarse?

Al no escuchar contestación a lo que comentaba, insistió: — ¿Me oyes?

Ella, que no entendía nada de lo que le había planteando su marido, le interrumpió para decirle: Pues yo llevo una mañana complicadísima; se ha enrevesado el asunto de la promotora y estoy apurada porque...

Al otro lado del teléfono el juez la escuchaba distraído, con el pensamiento aún puesto en la Sala. Mientras, se producía un silencio en la conversación que poco después fue roto por la esposa:

— Perdona, estaba buscando un documento en la cartera.

— ¿Pero me has escuchado lo que te decía? - respondió él -.

–Claro, pero es que este documento, que no encuentro por ninguna parte, lo necesito para poder acceder a los archivos de la Biblioteca Nacional.

–Bueno, esta tarde en casa podemos seguir hablando más despacio. Me gustaría conocer tu opinión, no sobre este caso en concreto sino, en general, acerca de lo que te comentaba sobre la incomunicación - finalizó el juez-

–¡Vale!, pero hoy será difícil, te recuerdo que por la tarde tengo clase de música y tú has quedado para ir a correr. Por cierto, añadió ella en un tono de voz apenas perceptible ¿te he dicho que he conseguido encontrar localidades para el concierto?

En el despacho de nuevo se escuchó un “clic” - al colgar el juez el teléfono bruscamente ¡Sabe que odio ir al concierto!- masculló-

Tras la interrupción, de nuevo en la sala de la audiencia, Raúl prosiguió con su exposición, cada vez más asustado por que era evidente que el juez permanecía distraído, ajeno a sus explicaciones. Enseguida fue interrumpido. —No hace falta que continúe—, le dijo el magistrado, que por primera vez desde que empezó el Juicio había borrado el gesto adusto de su cara. —Todo está muy claro— - añadió -.

El juez efectuó en su ordenador las observaciones pertinentes sobre el caso. Al final de aquellas había dos notas. Una, inspirada en R.Tagore: “ Iba yo caminando, no sabía por qué".

La otra, simplemente decía: “¡CON DOS COJONES¡

martes, 19 de julio de 2011

Clic (del libro RelateAndo)




por Cristina


Irene parecía distraída.
Estaba mirando por la ventana y pensaba en Juan. ¿Qué otro pensamiento podría tener en ese momento?
Al comienzo de su enfermedad, Juan, había pedido a su hermana que avisara a Irene cuando su estado se agravase y ahora, ella había recibido un correo de su antigua cuñada. Sabía lo qué Juan necesitaba de ella; tuvo muchas dudas; no quería hacer este viaje, nadie querría hacerlo; se sentía obligada, es más, estaba obligada.
Organizó su trabajo para disponer de una semana libre; hizo las reservas necesarias de avión, hotel y coche de alquiler y, por fin, dos semanas después del aviso llegó, triste, disciplinada y responsable, al Pabellón de Postrados y Cuidados Paliativos.
Ya llevaba cuatro días allí. Se turnaba con la familia de Juan y cada tarde permanecía con él cuatro o cinco horas vigilando atenta; esperando, deseando un desenlace.
Él, su organismo, tenía cuanto necesitaba pues el ordenador que gobernaba aquel tinglado de tubos, bolsas y cables realizaba sus funciones vitales. ¿Vitales?
Quizá se enteró de que ella había venido; en este momento, ella, Irene, era la única persona imprescindible porque, aunque todos conocían su voluntad, sólo ella tendría la valentía de ayudarle.
Irene parecía distraída.
Recordar el poco tiempo que vivieron juntos le producía un revuelo de sentimientos entre la nostalgia, la felicidad, el dolor y la frustración. En la actualidad su relación era inexistente pero en su momento fue muy importante, duró poco pero fue casi perfecta; sentía agradecimiento hacia Juan por todo lo que habían compartido.
Ahora ese agradecimiento y su propio sentido de la fidelidad le obligaban a actuar de acuerdo con el único compromiso que quedaba entre ellos.
¡Qué difícil le resultaba tomar esa decisión! No sería capaz.
Pensaba que no estaba cumpliendo, que Juan en su lugar lo habría resuelto el primer día y sin vacilar; con precisión habría hecho ese mínimo gesto que interrumpiría el fluir de líquidos y gases entre el cuerpo enfermo y el exterior.
No era fácil hacerlo, no podía; aunque entre ellos ya no hubiera más sentimiento que añoranza y lealtad.
Lealtad.
Clic.

sábado, 16 de julio de 2011

Esquinas


por Paco


dedicado a Katia


Cuando Antonio el portero, me contó todo esto, me dijo que el bolígrafo se le cayó al suelo, despuntándose y supo que una muerte cambiaría toda esa vida normal.
Era heroinómano, el muchacho del 4 derecha. Desde la ventana de su habitación, quiso entrar a la de su madre, para robar. Cuando se espanzurró, fueron muriendo una a una, todas las jóvenes que vivían en este edificio. Su madre, mira acaba de salir, es esa de ahí.
Justo al doblar la esquina, Antonio me dice que la luz es más tenue, como si siempre estuviera en sombra.
Sí, mira a la derecha.
Sin embargo, en la casa que linda con la de mi padre, en el pueblo, Pepe me dijo que se enamoró de la que allí vivía y ahí viven juntos ahora.Que un día la siguió dejando el trabajo en la refinería, alegando una enfermedad, que un tío suyo certificó.
A las seis de la tarde se declaró a Gloria. En punto, me dijo tocando su reloj. Gloria vivía con 4 amigas más. Tenían alquilada la casa a la mujer que las trajo del pueblo, en Colombia. Una semana después de declararse Pepe y Gloria le dijeron a la meretriz que se amaban y añadió Pepe que la iba a retirar de ese trabajo y que se casarían.
Con los parabienes de la jefa, un año después tuvieron una niña. Justo al nacer esa niña, Emilia murió acuchillada por 14 puñaladas.
Todas las mañanas antes de llegar a la esquina, Pepe al ir a trabajar, ve la persiana abierta, donde duerme su niña y mira a esa mujer mecerla junto a su cuna.
Siento tal alegría que me pongo a llorar, me dijo Pepe y me cuenta Antonio.
Puede ser que suceda,
en cualquier esquina,
sin más.
Y ocurrir, puede ocurrirle
a Fernando, Inés o al mismo Blas
al cortar una calle
con otra de algún pueblo
o una gran ciudad.

viernes, 15 de julio de 2011

El Recreo (del libro RelateAndo)

por Esther



“Yo sé muy pocas cosas, es verdad.
Pero me han dormido con todos los cuentos.
Y sé todos los cuentos.”

León Felipe.


Salieron de sus clases disparados como balas. Se dirigían hacia el patio del Instituto. Comenzaba el recreo…
Pero no; decir que salieron disparados como una bala, no sería del todo cierto. Nadie se mueve a la velocidad de una bala; ni siquiera el hombre bala que sobrevive en el mundo circense a la espera del lanzamiento. Diremos, entonces, que Ángel salió ansioso; con la impaciencia del deseo; con la imparable y siempre eterna curiosidad del que busca para poder descubrirse. Descubrirse en ella, en Paz; en la chica de piernas largas y rodillas de piedra. Así la describió un día Ángel, y así lo dejaría escrito, años más tarde, en uno de sus cuadernillos de papel, y después en uno de sus libros. Lo mejor de todo es que ya lo pensaba con casi 18 años (alguno menos de incansable lector).
Sí, le invadía hoy (otra vez) esa curiosidad insaciable. Se repetía de nuevo aquella sensación, que parecía palpitar dentro de él; la misma ansiedad de aquel día en que pensó que podría comerse el mundo en una clase de Historia. Fue, en ese momento, cuando comprendió el verdadero significado de esa expresión, tantas veces escuchada: “comerse el mundo”. Este sería su último curso en el Instituto, y parecía comérselo a cada instante.
Iba pensando en cómo digerir el mundo a partir de ahora, en la zancada de sus deportivas, y en el tema de su ingreso en la Real Escuela Superior de Arte Dramático; en la importancia de eso, y en los últimos globales... En si elegiría Interpretación o Dirección de Escena, en si… Pero fue justo en ese instante (y le dio tiempo a pensar en lo bello que resultaba; ese diminuto punto en el tiempo como grano de arena en el mar del cosmos), cuando la atisbó allí acuclillada, en la cancha de baloncesto, casi debajo de aquel espacio del redondel, que parece que dibujaban las cuerdas; ahí, en ese punto; y como… esperando el enceste bajo el tejido… Fue entonces, cuando decidió que había que trocear el mundo en un pedazo más, en un último pedazo de incalculable exquisitez.

Ángel la observaba, la seguía como si llevara una cámara de cine. A veces pensaba que representaba el personaje, que actuaba como director y que mientras la seguía con ese ojo encerrado; cautivo de la lente, podía rodar; grabar cada parte de su cuerpo en secuencias cortas, para después reconocerlas y entenderlas secretamente.
Se preguntaba ¿con qué le sorprendería? Cada día inventaba algo nuevo o proponía un tema de conversación, y le dejaba atónito con su divertida y misteriosa dialéctica. Esta última semana le tenía agotado con su actitud preguntona sobre sus clases de teatro; aunque a ella le interesaban más las matemáticas. Defensora de los logaritmos y siempre de la música. No dejaría sus clases de guitarra por nada del mundo.
–Música y matemáticas: binomio perfecto –decía siempre Paz - . Y continuaba, binomio: “expresión compuesta de dos términos algebraicos, unidos por los signos más y menos”.
Así que mientras su mirada se había quedado parada, embelesada en sus lindas rodillas de piedra, Ángel se preguntaba qué le contaría hoy Paz en ese tiempo de recreo.
Él sabía que investigaba a menudo sobre todo lo que a él le interesaba. Últimamente, no paraban las preguntas sobre su grupo de teatro y sus ensayos. Cuánto interés por: ¿Andrea Dodorico?, pregunta ésta que había quedado suspendida en el aire el último día (tema: escenografía teatral)… Pero no; nada de esto. Corrió a su encuentro, llegó a su lado, se paró como satisfecha; y le obligó a acuclillarse, otra vez, tal y como la había encontrado. Con esa calma de quien ha llegado por fin a su lugar y, agarrando; incluso dirigiendo la mano de Ángel; para posarla ya sobre su rodilla, tembló junto con sus palabras:
–Cuéntame un cuento –dijo Paz.
Y Ángel, que sin duda había acertado admitiendo que ella no pararía de sorprenderle, pensó a la vez en su suavidad; en que era tan suave como la palabra “gacela”. Pero no le dijo nada, y preguntó; devolviéndole una nueva pregunta:
– ¿Un cuento? ¿Te refieres a un cuento como éste?:
–“El sol redondea tu existencia…” Y ella, aguantando la risa; incluso el beso; y después mirándole con cara de pez (como decía su abuela que miraban en su pueblo numantino) insistió:
–No, Ángel, en serio, un cuento donde haya unos personajes y una historia que contar…
– ¡Ah!, te refieres a un cuento que termine: “…y se colmaron de felicidad”.
–No seas tonto. De verdad; un cuento de verdad –le dijo Paz–. Un cuento donde haya uno o dos personajes principales, personajes secundarios, un espacio donde mirar la historia; si es posible con algún objeto mágico y un tiempo donde puedan recrearse.
–Es así, ¿no? –preguntó Paz.
Ella había enumerado todas las pautas técnicas que él le había contado unos días antes, cuando recordaban la clase magistral de ese loco del teatro. Aquel que había dado a su conferencia el nombre de: “Cómo crearnos en un día, si Dios creó el mundo en siete”. Le resultó, entonces, tan divertida la propuesta de la conferencia, que la reflexión de Paz se presumía, ahora, inevitable. Y como no podía ser de otra manera, Ángel intentó seguirle el juego.
–Entonces te refieres a un cuento como este otro: “El azul te abraza cuando tus hombros son de hielo”. Y le rozaba con su pierna esa rodilla de piedra, intentando colocarla encima; de la manera que fuera. ¡Vaya interpretación!, pensaba para sí mismo
–Venga ya, Ángel, en serio. Un cuento donde dos personajes que se aman hacen un viaje a algún país, con el que los dos hayan soñado alguna vez; o dos personajes músicos que recorren el mundo con su banda, conocen a otras personas… se hacen amigos porque hay algo que les une, y parece que el tiempo se para.
Ángel notaba como se eternizaba ese tiempo en el patio, y aquel bullicio casi ni se oía. Otros recreos habían pasado… tan diferentes. Y aunque se agotaba el tiempo, escondidos en ese diálogo; continuó con el juego que ella iba tejiendo, casi son exactitud matemática:
– ¿Quieres decir que hacen amigos como aquellos que te confiesan que de pequeños imaginaban que las nubes tenían formas de animales y… que toda la magia se encontraba allí arriba?
–Sí, bueno –le cortaba Paz, con la risa contenida, pero explotando en explicaciones ¬ quiero decir, quiero decir… que pasen cosas, que haya acción; que coman, duerman, estudien, trabajen… Una historia, que hoy va a tener que ser un poco corta, o muy muy corta; pero, insisto, con acción, que parezca que estás viendo a los personajes diminutos, en frente de tus ojos; viviendo casi encima de tu nariz…
– ¿Encima de tu nariz? Pues vaya sitio . Y sintió que se partía de risa, por dentro. Era así como él lo veía, de ese mismo modo (parecía increíble). Y sin embargo, le dijo a Paz que él veía a los personajes más cerca de la cara y se apresuró a rozar su mejilla, y allí le indicó el lugar exacto, con el roce de su nariz; pero aparecieron sus labios. Y sintió, entonces, como si se besaran dentro de un cuento… Hasta que sonó la palabra tiempo, tiempo, tiempo… llegando lejana; pero habitando al lado de su mejilla y haciendo cosquillas en el lóbulo de su oreja.
–Creo que hoy no te va a dar tiempo… tiempo , y resonaba, volvía el eco de la palabra ; pero bueno, piensa en ello, piensa en este cuento… –le susurró Paz, intentando alejarse de sus labios oradores, que parecían tener vida propia fuera de su cuerpo.
Entonces, apareció de nuevo el bullicio, el ruido, los gritos; el auténtico recreo y, en el final, se suspendieron y brotaron sus palabras:

Vamos Paz, vamos. Volvamos a clase, se ha terminado el recreo.


Recreo de noviembre de 2010

lunes, 11 de julio de 2011

Microrrelato


Hoy hacemos un inciso en RelateAndo para introducir este microrrelato de Paco.

LA SEMILLA DIVINA

Nada más llegar de la India, Guillermo pasó por casa y nos dijo que caminando, se encontró una semilla blanca de un árbol sagrado hindú. Cuando paré cerca de un templo,la gente me confundió con un sadhu, más aún al llevar colgada del cuello esta semilla. Al ser blanca, es una rareza y un hombre me la quiso comprar. Le dije que la divinidad no se puede vender.
Al mirarle se podía creer que era un santón, porque estaba en los huesos. Luego comió hasta las trancas y se quedó dos días en casa con su amigo Juanto.
Lo extraño es que hace una semana, me tumbe en el césped y vi una bolita que tenía forma de mujer. La guardé y cuando Guillermo volvió le pregunté si había perdido alguna semilla de las que trajo. No, me dijo. Las tengo todas en la mesita de noche. Pues mira esto y le enseñé la forma de mujer, que no era más grande que un dedo gordo de una mano pequeña.
Asombrado me dijo: guardala, porque no debería estar aquí, siendo de la India.
Por lo visto, la divinidad no ha querido quedarse junto a nosotros porque no la veo por ningún sitio. Susana dice que habrá ido a algún lugar donde haga más falta, pero me jode que dios nos abandone.

sábado, 9 de julio de 2011

La Gran Estafa (del libro RelateAndo)

por Marta




Start spreadin' the news,
I'm leavin' today
I want to be a part of it,
New York, New York...

Frank Sinatra’s song



Nueva York está a mis pies.
No soy King Kong, soy limpiacristales del Rockefeller Center, uno de los edificios más altos de la ciudad.
La isla de Manhattan es realmente maravillosa. A lo largo de sus más de veintiún kilómetros de largo y casi cuatro de ancho está contenido, seguramente, lo mejor y lo peor de este mundo. Una especie de Arca de Noé del siglo veintiuno. Desde lo más alto del edificio puedo divisar toda su extensión y contemplar la colmena de construcciones que se extiende bajo mis pies. Algunas veces evito mirar hacia abajo e imagino que la isla no es más que una alfombra, una alfombra por la que camino intentando no tropezar con los edificios más altos. Otras veces aproximo mis dedos y simulo coger con ellos los minúsculos coches y camiones que circulan por las calles. Cuando limpio las ventanas, la ciudad se refleja voluptuosa; como si del espejo mejor pulido se tratase soy capaz de hacer que cada día la ciudad brille…me gusta mi trabajo.
Todos los días disfruto contemplando el devenir de la ciudad. El amanecer de Nueva York es uno de los mejores momentos del día, sin duda. El tiempo se detiene y durante algunos instantes tengo la sensación de que la ciudad dormida nunca va a despertar. Pero siempre me equivoco, Nueva York siempre despierta. Da igual el día de la semana o del año. La marea de taxis amarillos comienzan a inundar las calles y poco a poco el movimiento y el sonido de los cláxones empiezan a ser perceptibles desde mi posición. El anochecer, sin embargo, me resulta fugaz. Como si del decorado de un teatro de Broadway se tratara, de repente se produce un baile de colores que trae una oscuridad aderezada por miles de lucecitas amarillas. Dicen que Nueva York nunca duerme, yo creo que con tanta luz no le dejan dormir.
Es curioso fijarse en este tipo de cosas, pero si hay algo que me gusta es observar a la gente, que es lo que realmente da vida a la ciudad. El hombre del impecable traje negro y corbata azul que habla desde su telefóno móvil no es un “yuppie” que cerrará esta mañana un importante negocio. Su compañera de oficina que le acompaña acelerada, café en mano, tampoco está enamorada de él y no va pulcramente depilada. Él, casado desde hace años, habla con su mujer porque su hijo tiene fiebre y tienen que ir a buscarle a la guardería. Ella está a punto de ser despedida de la empresa, acaba de cumplir los cuarenta y vive con su madre viuda.
La joven rubia sentada bajo el árbol en Central Park no es una estudiante de duodécimo grado que será admitida en la Universidad de Harvard. Tampoco va a pertenecer a una hermandad femenina llamada Alpha. Lo cierto es que lleva un estricto tratamiento mediante píldoras para acabar con el acné y atiende en la lavandería propiedad de su padre.
La señora gorda que espera al autobús no acostumbra a alimentarse de comida basura. Aborrece las hamburguesas. En realidad padece un problema de tiroides y procura hacer ejercicio todos los días caminando desde Harlem hasta su trabajo. Aunque es negra no tiene ni idea de gospel y no ha cantado en su vida.
Cuando llegas a vivir a Nueva York te crees afortunado porque desde ese momento tu vida va a formar parte de esas otras vidas de película que tan bien conoces. Sin embargo pronto te darás cuenta de que en Nueva York te sigue molestando el juanete del pie izquierdo, tu madre sigue llamando para recordarte lo que debes hacer y, para colmo, a la salida del trabajo no te estará esperando la rubia de tus sueños. Siento darte esta mala noticia, sobre todo si aún vivías en la ignorancia, pero en Nueva York los árboles son árboles, los perros, perros y la gente, simplemente gente. Seres humanos que tropiezan cuando caminan por la calle, que sienten que la rutina les aplasta, que se sienten culpables cuando no hacen algo bien y que en muchas ocasiones se sienten solos en una gran ciudad. Gente a la que le huele el aliento por las mañanas, que van al cuarto de baño con un periódico en la mano y que tienen ardor de estómago tras una comida pesada. Y eso es lo que realmente hace maravillosa a esta ciudad: ser capaz de mantener ese gran secreto.

miércoles, 6 de julio de 2011

Ocasión singular (del libro RelateAndo)






por María


El mayordomo descubrió que le faltaba una botella. La principal. Con esa ya se habría bebido los “Grandes Reservas” más preciados de la colección de Lord Boyle. Tenía la certeza de que ninguna de las botellas vacías diseminadas por el buró era la que buscaba, pero aun así revisó una a una todas las etiquetas. “Aroma y color intenso, untuoso al paladar y equilibrio superior al de cualquier Burdeos, mi querido Horace” le había repetido cientos de veces Lord Boyle. “Sin duda es mi vino más preciado, no encuentro ocasión tan singular que me haga siquiera pensar en la posibilidad de descorcharlo” y después una jocosa risotada inundaba la estancia. Y tras recordar las palabras de su amo, el mayordomo inició un registro tambaleante por los aposentos de la mansión victoriana donde había pasado media vida. Ya estaba presto a terminar su búsqueda, más por la embriaguez que lo poseía que por la cercanía de su objetivo, cuando un destello de lucidez acudió a él. Entonces pareció que sus piernas se enderezaron, su columna vertebral recuperó la firmeza y sus pies le guiaron rectos y sin vacilación al refugio del adorado caldo.
Se sentó de nuevo frente al buró, abrió la botella y llenó su copa tal y como dictaban los cánones. Observó el vino, deteniéndose en los matices de su color. Cogió el pie del cáliz y lo movió para recrearse en las piernas que el líquido dibujaba al resbalarse por el cristal. Sin abandonar esa leve oscilación inhaló aquel aroma intenso tantas veces prometido. Dio un pequeño sorbo. Y entonces empezó a reír, y a llorar, y a llorar y a reír, y todo junto se mezcló con el excelso alcohol y el mayordomo, presa del delirio, cayó al suelo. Allí el vino, rojo sangre, se unió a la sangre roja, negra y espesa que, encharcando la alfombra persa, rodeaba el cuerpo inerte de Lord Boyle.

domingo, 3 de julio de 2011

Juicio Estremecedor (del libro RelateAndo)


por Yolanda




La mujer quiere escribir un relato. Hace horas que no encuentra el tema o al menos un tema que genere una historia. Decide tumbarse en la cama y cerrar los ojos. La casa está vacía y no teme ser interrumpida en su concentración. Momentos después se observa subiendo a un ascensor, podría ser el de la casa de sus padres, se parece aunque no es exacto. Da al botón del piso; esta vez coincide, el cuarto, el de sus padres, y el ascensor comienza a elevarse. Cuando llega al tercer piso, ella se prepara para bajar en el siguiente, pero el ascensor no para, continua subiendo. También percibe un aumento en la velocidad. Comienza a inquietarse; seis, siete, resulta que son ocho el total de pisos del bloque y el ascensor no parece tener intención de parar. Efectivamente, no lo hace. Atraviesa el tejado y continúa hacia el cielo. Las paredes del ascensor son ahora trasparentes y ella siente vértigo y miedo, mucho miedo. Su pecho comienza a agitarse, no quiere salir, teme la caída; tampoco quiere permanecer allí, esperar el desenlace es insufrible. De pronto, cuando la tensión ha agarrotado todos los músculos de su cuerpo, algo cambia en la atmosfera, un silencio fantasmal rodea la escena, el ascensor flota a la deriva. Ella siente ahora una voz, una voz que la estremece, no es de hombre ni de mujer, acaso no es ni tan siquiera una voz, es algo sobrenatural, enorme, que lo envuelve todo y la deja en el centro, sola, encogida, asustada. La interroga desde la autoridad que sólo los justos poseen y ella siente el vacío, la levedad y la oscuridad de su alma. Se queda en blanco, sin respuesta y la presión en su pecho le hace regresar de forma violenta. Está temblando, y llora amargamente. El pánico permanece pegado a su piel. Aferrada a la almohada, la mujer trata de recordar qué le preguntó la voz sin voz. “Qué has hecho”, fue lo que oyó, o algo parecido.

sábado, 2 de julio de 2011

RelateAndo


Hace pocas semanas que salió a la luz "RelateAndo", el primer libro de nuestro colectivo literario. Es un libro pequeño en tamaño pero enorme en ilusión, donde todos los miembros hemos colaborado con algún relato. Ahora queremos compartirlos con los que nos lean en este blog.